HISTORIA DE MUJERES LIBRES

Huelga de las siete semanas. Las trabajadoras en la España de finales del XIX ¿Sexo débil?

La tremenda situación en la que se encontraban las trabajadoras quedó reflejada en los informes de la Comisión de Reformas Sociales creada en 1883. Según éstos, las mujeres trabajaban entre doce y catorce horas diarias en condiciones infrahumanas, en centros industriales con pésimas condiciones higiénicas y en la mayoría de los casos, situados a kilómetros de distancia de sus hogares .

Así las cosas, ese mismo verano se convoca en Sabadell la llamada “Huelga de las siete semanas”, que movilizó a miles de trabajadoras y en la que destacó Teresa Claramuntuna de las primeras españolas obreras con discurso feminista. A Claramunt se la recuerda como militante destacada del Movimiento Libertario Español y como fundadora de un grupo anarquista de trabajadoras de la rama textil. Su actividad cesó tras sufrir una dura represión. En 1891, contrajo una parálisis en la cárcel lo que le impidió continuar su lucha obrera. Aún así, en 1929 habló por última vez en un mitin.

Pero ya en 1899, Teresa Claramunt escribía:
“En el orden moral, la fuerza se mide por el desarrollo intelectual, no por la fuerza de los puños. Siendo así, ¿por qué se ha de continuar llamándonos sexos débil? (…) El calificativo parece que inspira desprecio; lo más, compasión. No, no queremos inspirar tan despreciativos sentimientos; nuestra dignidad como seres pensantes, como media humanidad que constituimos, nos exige que nos interesemos más y más por nuestra condición en la sociedad. En el taller se nos explota más que al hombre, en el hogar doméstico hemos de vivir sometidas a capricho del tiranuelo marido, el cual, por el solo hecho de pertenecer al sexo fuerte, se cree con derecho de convertirse en reyezuelo de la familia (como en la época del barbarismo) (…) Hombres que se apellidan liberales los hay sin cuento. Partidos, lo más avanzado en política, no faltan; pero ni los hombres por sí, ni los partidos políticos avanzados se preocupan lo más mínimo por la dignidad de la mujer”. 

La reacción a esta primera protesta colectiva de mujeres trabajadoras en Sabadell no se hizo esperar. En España, el siglo XX comenzaba  con la Ley de Trabajo de Mujeres y Niños, promulgada  en 1900Fue la primera de una serie de medidas legislativas que limitaron el trabajo de las mujeres en la industriaComo bien habían dicho las socialistas feministas europeas, no se trataba de proteger a las mujeres, sino de echarlas del trabajo remunerado. Sus compañeros, en vez de defender que a igual trabajo igual salario y con ello evitar que a las mujeres se les bajaran los sueldos y no fuesen competencia ilícita y, de paso, que el trabajo se repartiera por igual entre hombres o mujeres, optaron por lo contrario. Los trabajadores hicieron huelgas, entre ellas las de varias fábricas de pasta de Barcelona donde llegaron a estar cuatro meses sin trabajar hasta que consiguieron expulsar a las mujeres.

Pero las obreras debieron pensar algo similar a lo dicho ya en 1846 por Carolina Coronado sobre las mujeres en el arte: “Es inútil que decidan si la poetisa debe o no existir porque no depende de la voluntad de los hombres” .

En 1930, eran el 12,6 por ciento del total de la mano de obra. Sin embargo, las condiciones sociales para ellas también fueron tremendamente restrictivas. Su vida laboral no solía superar los 25-30 años, cuando por matrimonio o nacimiento de los hijos eran obligadas a abandonar el trabajo asalariado y dedicarse por entero a la familia. Sus empleos se consideran subsidiarios a los del esposo y para ellas, las opciones profesionales están limitadas.

En todos los campos las puertas estaban cerradas para las mujeres pero éstas demostraron una audacia insólita. Recoge Isaías Lafuente una atrevida historia de amor que da fe de la valentía de las mujeres jugándose el tipo contra las imposiciones fueran del orden que fueran. Ocurrió en la parroquia de San Jorge, en A Coruña, donde dos maestras gallegas, Marcela Gracia y Elisa Sánchez vivieron una intensa relación amorosa. Se habían conocido de adolescentes en la escuela y tras una corta separación, tras la sospecha de los padres de Marcela de que algo extraño ocurría, al terminar la carrera ambas amigas fueron destinadas a aldeas vecinas de Galicia: Elia a Calo; Marcela, a Dumbría, donde ocupó la casa-escuela que el pueblo dejaba a disposición de su maestra. Durante dos años, cada noche, Elisa corría a pie los doce kilómetros que separan las aldeas para dormir con Marcela. Cansadas de la clandestinidad, Elisa se convirtió en Mario. Masculinizó su aspecto, vistió pantalones y se inventó un pasado: infancia en Londres, padre ateo que no quiso bautizarlo de niño… Consiguió convencer al padre Cortiella, párroco de San Jorge para que lo bautizase y le diese la primera comunión y, convertida ya en Mario, el 8 de junio de 1901, a las siete y media de la mañana, se celebró la boda. La primera noche como marido y mujer la pasaron en la pensión de Corcubión. Fue La Voz de Galicia quien publicó el engaño, lo que hizo que el matrimonio tuviera que marcharse del pueblo primero y del país después, tras haber sido dictada una orden de busca y captura contra ellas. Nadie sabe cómo terminó su viaje –en Oporto embarcaron rumbo a América–, pero en la historia queda la valentía de dos mujeres que se enfrentaron a todas las normas que las obligaban a vivir como no eran ni querían.

El ángel del hogar
Y es que las españolas, todas, por decreto, tenían que ser ángeles, eso sí, ángeles recluidos en sus hogares. Cuando comienza el siglo XX y prácticamente hasta que Clara Campoamor, casi en solitario, hace del derecho al voto femenino un derecho irrenunciable, en España sólo existía un modelo femenino aceptado socialmente. Se consideraba que la mujer era inferior por su debilidad física y psíquica y por lo tanto, estaba justificada su permanente tutela por un varón. Primero el padre, luego, el marido, porque lo adecuado era estar casada y ser madre, el único objetivo vital. Ser una mujer soltera era lo peor que podía ocurrir y sólo el convento se aceptaba como alternativa.

Además de estas obligaciones sociales y de servicio hacia los demás, las mujeres también tenían obligaciones de carácter. Todas debían ser obedientes, abnegadas, humildes y cariñosas. Todas debían estar siempre dispuestas y disponibles para las atenciones que requirieran el resto de los miembros de la familia y una única virtud era inexcusable: tener probada honradez o, en palabras de Pardo Bazán, “poseer o simular poseer una única virtud, la castidad.”.

Este ideal de “ángel del hogar” era defendido tanto por los discursos teológicos como científicos y cuestionado por obreras y feministas. Como las contradicciones se hicieron evidentes, se modeló el ideal y el discurso patriarcal para adaptarlo a los nuevos tiempos: el concepto de inferioridad natural quedó en desuso y se sustituyó por el de las diferencias biológicas y psicológicas entre hombres y mujeres. De esta manera, con un nuevo vocabulario y nuevos conceptos, el fin es el mismo: hombres y mujeres tienen distintos derechos y capacidades. Por lo tanto, las mujeres pueden trabajar y recibir una educación que les permita sobrevivir en caso de necesidad, pero el matrimonio y la maternidad continúan siendo su prioridad y su fin vital .

España entró en el siglo XX con un altísimo nivel de analfabetismo. Entre las mujeres, la cifra se elevaba al 71 por ciento. De ahí que en las tres primeras décadas del siglo la educación fuera un gran campo de batalla y de trabajo.

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